miércoles, 28 de noviembre de 2007

DÍA DE SOL Y NIEVE


Un temporal de frío y nieve azotaba desde hace días la Comunidad de Madrid. Hacía muchos años que no se veía nada parecido. Las calles de la capital permanecían cubiertas por un manto blanco desde días atrás. Las máquinas quitanieves no daban abasto, y las reservas de sal estaban a punto de terminarse. Parques y jardines ofrecían un simpático aspecto navideño, un mes antes de tan señaladas fechas.
En la sierra el espectáculo era indescriptible. El servicio de trenes estaba cortado pues cantidades ingentes de nieve bloqueaban las vías; cientos de árboles habían sido arrancados de cuajo y otros sepultados por el blanco elemento, que caía día tras día sin cesar; los empresarios del esquí se frotaban las manos esperando el momento en el que dejara de nevar, previendo que la avalancha de esquiadores sería tremenda…
Y por fin, cuando ya parecía que una nueva glaciación había llegado para hacer la pascua a los pregoneros del cambio climático, el parte meteorológico anunció una tregua. Fue entonces cuando “Cumbres y Senderos”, el conocidísimo –ya mítico- club montañero preparó una marcha a la Laguna de los Pájaros, en el Parque Natural de Peñalara. Si los pronósticos no fallaban, les esperaba un magnífico día de sol y nieve, de esos en los que da gusto caminar bien abrigado, sintiendo el frío en el rostro, y la caricia de los cálidos rayos de sol invernales. Las perspectivas eran sin lugar a dudas inmejorables.
Poco a poco el número de personas que decidían apuntarse a la marcha iba creciendo. Todo estaba preparado: raquetas de nieve, forros polares, anoraks, guantes, gorros, botas, crema protectora, gafas de sol… Todo listo para pasar un gran día en la montaña.
Y ese día, por fin, llegó. Del numeroso grupo inicial se cayeron unos cuantos componentes a última hora, por razones diversas. Otros tuvieron que hacer un esfuerzo para vencer a la pereza y a las ganas de quedarse tranquilamente al abrigo de las sábanas, pero finalmente allí estuvieron.
A las 9.30 de la mañana, esta vez más puntuales que nunca, los siete excursionistas que habían vencido a la comodidad partieron de Moncloa rumbo a Navacerrada. Allí se les uniría un octavo miembro, que por vivir cerca acudió directamente al conocido puerto de montaña madrileño.
En la Venta Arias, ya en Navacerrada, desayunaron los que no lo habían hecho y después continuaron con los coches hasta el puerto de los Cotos, también conocido como de El Paular. Y a eso de las once, con un sol espléndido en todo lo alto y varios grados bajo cero iniciaron la marcha. Enseguida el camino se metió en un tupido bosque de pino silvestre, tan tupido que no dejaba pasar ni un rayo de sol y el frío se hacía aún más extremo. Pero eso duró poco. Pronto salieron de nuevo a cielo abierto y volvieron a disfrutar del abrazo del astro rey. Daba gusto caminar sobre la nieve sin hundirse, gracias a ese maravilloso invento, las raquetas, típico de los esquimales.
Aunque el destino final era la Laguna de los Pájaros, antes hicieron un alto en el camino para visitar la Laguna de Peñalara. Para ello tuvieron que desviarse ligeramente del camino. Pero mereció la pena. El espectáculo era inefable. La laguna se había convertido en una enorme masa de hielo rodeada de nieve por todas partes. Hacía gala más que nunca a su origen glaciar. Un verdadero regalo para los sentidos. Una maravilla de la Naturaleza del que gracias a un duro invierno los excursionistas madrileños podían disfrutar. Se quedaron allí unos minutos contemplando el espectáculo, y luego volvieron sobre sus pasos para retomar el camino hacia la Laguna de los Pájaros.
Entonces la marcha se hizo un poco más pesada. Tenían que salvar una fuerte pendiente y el esfuerzo necesario para ello se hacía aún mayor con tanta nieve. Paso a paso fueron avanzando, cada vez más despacio, cada vez más despacio… pero finalmente llegaron hasta donde el camino volvía a ser más llano. Algunos lo hicieron sin resuello, pero llegaron. Y con ganas de continuar y llegar lo antes posible a su destino. La Laguna de Peñalara era un simple aperitivo comparado con lo que les esperaba más adelante.
Pero de pronto las cosas comenzaron a complicarse. Lo que hasta el momento era una fantástica mañana soleada empezó a convertirse en un duro día de crudo invierno. En tiempo record el cielo comenzó a cubrirse por densos nubarrones y la niebla descendió de manera vertiginosa hasta cubrirles por completo. Parecía imposible un cambio tan radical en tan corto espacio de tiempo. Pero en la montaña pasan estas cosas, y hay que estar preparados. Y no todos lo estaban. Por suerte, alguno de ellos sí llevaba brújula y mapa, lo que les permitió orientarse ligeramente. Lo suficiente para poder andar sin riesgo de acabar precipitándose por un barranco. La niebla era tan densa que no se veía nada a un palmo de distancia.
Muy lentamente siguieron avanzando, pero las cosas no tardaron en complicarse más todavía. No habían andado ni un kilómetro cuando se levantó un fuerte viento al tiempo que comenzaba a nevar con inusitada fuerza. Dar un solo paso suponía un esfuerzo titánico. La terrible ventisca les castigaba duramente azotándoles los rostros y cegándoles por completo. No había forma humana de avanzar y comenzaron a darse escenas de verdadera tensión, incluso de pánico. En momentos así es esencial mantener la calma, pero no todos los miembros de la expedición estaban preparados para ello. Tampoco lo estaban para soportar el frío que en esos momentos hacía. La nieve y el viento hicieron que la temperatura bajara a unos 15 ó 20 grados bajo cero. La situación era muy delicada, y tan difícil, e incluso peligroso, resultaba seguir avanzando como retroceder. Pero tampoco podían quedarse allí, en mitad del temporal. Vivían sin duda unos momentos realmente duros. Para colmo, apenas se oían unos a otros en medio de la ventisca.
Pero en situaciones así es cuando aflora la grandeza del ser humano y cuando éste demuestra que es capaz de superarse a sí mismo. Nuestros ocho héroes formaron piña, se agarraron unos a otros y decidieron dirigirse hacia donde unos minutos antes habían visto unas rocas, que podrían servirles de refugio. No estaban seguros de tomar la dirección correcta, pero había que intentarlo. Confiaron en la Providencia Divina, y tras unos instantes de caos y desesperación comenzaron a andar muy lentamente. Lo que solo eran unos metros pareció convertirse en una eternidad. Parecía que nunca llegaban, y más de uno –probablemente todos- llegaron a pensar que habían errado sus pasos y que caminaban en otra dirección. Probablemente hacia algún precipicio, donde encontrarían una muerte segura. El guía trataba de lanzar palabras de aliento, aunque casi no se oía ni a sí mismo, tal era el fragor del temporal. Al tiempo rezaba para que éste amainara. Él mismo no sabía a ciencia cierta si la dirección que habían tomado era la correcta.
Pero cuando todo parecía perdido y algunos empezaban a desesperar, alguien logró divisar un bulto en mitad de la niebla. ¡Por fin! Ahí estaban las rocas salvadoras. Muy a duras penas aceleraron la marcha en la medida de sus posibilidades, y enseguida llegaron. Contra todo pronóstico habían logrado alcanzar aquellas rocas que iban a suponer su salvación. Se acurrucaron todos juntos, muy pegados unos a otros para darse calor, y poco a poco fueron recobrando la calma. Incluso alguien, con un peculiar sentido del humor, recordó a los demás aquella tragedia ocurrida en los Andes, donde tras un accidente de avión los supervivientes tuvieron que comerse los cadáveres de sus compañeros para lograr mantenerse con vida durante todo el tiempo que estuvieron aislados en la montaña sin que nadie lograra encontrarles.
Pero no, en esta ocasión no hubo que llegar a ese extremo. La espera se les hizo interminable, pero cuando menos lo esperaban la tormenta comenzó a ceder y a dar paso a una tranquilizadora y esperanzadora calma. La niebla se disipó lentamente, y las nubes, ya más ligeras, comenzaron a desplazarse a gran velocidad por el cielo, dejando traslucir de tanto en cuando algún rayo de sol. Entonces salieron de su escondrijo, y tras deliberar rápidamente decidieron volver. Quizá el día mejorase, pero si una tormenta como la anterior volvía a alcanzarles, probablemente no tendrían tanta suerte. Así que, sin pensarlo dos veces, dieron media vuelta.
La nieve había dejado de caer, el viento se había calmado y pronto el sol volvía a lucir esplendoroso en todo lo alto. Como si nada hubiera ocurrido. Animados por las nuevas circunstancias, decidieron parar a comer. Se aposentaron en unas rocas, y allí, tranquilamente, disfrutaron de unas más que nunca suculentas viandas. En la montaña todo sabe mejor, pero en un día como aquel, con lo mal que lo habían pasado, mejor aún si cabe.
Tras reponer fuerzas continuaron, ya sin parar, hasta el aparcamiento. Una agradable sensación de sosiego les acompañaba, tras las calamidades dejadas atrás. Algunos incluso canturreaban alegres canciones tradicionales.
Una vez en Cotos recompensaron a sus magullados y cansados cuerpos con un buen chocolate caliente en el bar del puerto. Lo que en principio prometía ser un agradable día de campo se había convertido en una épica hazaña digna de los más intrépidos exploradores. Pero ya al calor del fuego, y fuera de todo peligro, convinieron en calificar el día como de excelente. Al fin y al cabo los sufrimientos y dificultades fortalecen el espíritu y preparan para saborear con más intensidad las mieles del triunfo final.

P.D.: Je, je, el paisaje de la foto no se ajusta mucho a lo narrado en la crónica. Bueno, debe ser que mientras la cámara viajaba a Madrid la nieve se fue derritiendo...