martes, 30 de octubre de 2007

INIPI


Recuerdo aquellos sábados, hace ya años, cuando íbamos a comer a casa de los abuelos y nos pasábamos allí la tarde entera. Era aquella época en la que sólo había dos cadenas de televisión, y además eran en blanco y negro. Todos los sábados, después del telediario de las tres -durante el que era obligatorio permanecer en silencio para que los mayores se pudieran enterar, y yo no entendía cómo les gustaba eso, vaya rollo- después del telediario, decía, ponían películas de Tarzán o del oeste, mis favoritas, y favoritos también sus personajes, mis héroes, Tarzán, John Wayne, y los indios. Yo de mayor quería vivir en la selva, en una cabaña construída en lo alto de un árbol y ser amigo de todos los animales. Eso, cuando eran Tarzán, Jane y la mona Chita los protagonistas de las sobremesas de los sábados. Y cuando el protagonista era el vaquero gigantón... entonces, aunque John Wayne era mi ídolo y yo quería galopar como él llevado por el viento recorriendo todo el lejano oeste... en realidad los que de verdad me fascinaban eran los indios. Y como yo quería galopar era como ellos: sin silla de montar, desnudo de cintura para arriba, la melena al viento y plumas en la cabeza. Y quería que mis armas fueran, en lugar de unas pistolas o un rifle, un puñal, un arco y unas flechas. Y sentarme junto al fuego a escuchar las historias de los jefes y sentirme en plena armonía con la madre Naturaleza.

Poco a poco fui creciendo, y fueron cambiando mis intereses al dejar atrás las cosas de niño. Pero no todo quedó en el olvido, y algunas de esas cosas me han acompañado y me seguirán acompañando mientras viva: ese amor a la naturaleza forma parte de mí, así como la fascinación por aquellos hombres de piel roja que tan mal lo tuvieron que pasar, constantemente acosados y maltratados, hasta su extinción, por la prepotencia y el orgullo del hombre blanco "civilizado".

El pasado viernes un buen amigo me invitó a sumergirme por completo en el papel de aquellos héroes de mi infancia, y a sentirme durante unas horas Toro Sentado en alguna de aquellas pelis de mi infancia. El fuego, la luna llena, las montañas, el frío de la noche... Sólo faltaba el aullido del coyote desde alguna loma cercana. Me lo pasé como los indios, nunca mejor dicho. Danzando alrededor del fuego al son de tambores, y contando y, sobre todo, escuchando, unas maravillosas historias de boca de las personas que allí estuvieron, con las que, sin conocerlas de nada, me sentí profundamente hermanado aquella noche y que me hicieron sentir inmensamente feliz.

No me detendré a describir lo que es un INIPI. Los que estuvísteis allí, o habéis participado en ello alguna vez, ya sabéis lo que es. Y los que no, me tomaríais por loco, y pensaríais que los que hacemos estas cosas pertenecemos a alguna secta extraña. Como alguien dijo, se trata de una de esas experiencias inefables que merecen la pena ser vividas. Al menos una vez en la vida. Y espero que no sea la última. Gracias Jesús. Y gracias a todos los que allí estuvísteis. YAHOO!